Hay un nuevo tipo de mago entre nosotros. No saca conejos del sombrero, sino "revoluciones tecnológicas" de presentaciones de PowerPoint impecables. Tiene 20 años y promete transformar industrias enteras con soluciones que "democratizarán" lo complejo.
No estás imaginando cosas. Han proliferado como hongos después de la lluvia.
El patrón es siempre el mismo: historias de éxito imposibles de verificar, oficinas virtuales impresionantes, y términos como "disrupción" y "escalabilidad" lanzados como confeti. Todo envuelto en la urgencia de que si no te subes ahora a su tren, te quedarás para siempre en la estación del pasado.
Lo fascinante no es el humo. Es nuestra predisposición a creerlo.
Construimos pedestales para estos ilusionistas porque personifican lo que secretamente deseamos: que exista un atajo, que la complejidad pueda simplificarse, que podamos saltarnos los años de aprendizaje doloroso y el trabajo constante.
La verdadera transformación (digital o de cualquier tipo) nunca ha sido rápida ni sencilla. Es un maratón de pequeños cambios, cultura renovada, y sí, tecnología, pero principalmente personas comprometidas con un proceso imperfecto y largo.
Los vendedores de humo no venden soluciones. Venden la ilusión de que el cambio puede ser indoloro.
En Colombia y Latinoamérica lo hemos visto demasiadas veces: el autoproclamado "Zuckerberg" firmando contratos millonarios, o el influencer que ayer era creador digital y hoy da cátedra en gestión del talento con IA.
La transformación digital no es una app, ni mucho menos una sola tecnología (IA). No es un curso de 60 horas ni un manual de prompts. Es un proceso complejo donde convergen tecnologías, cambios culturales y, sobre todo, personas. Las personas importan, pero los vendedores de humo nunca tienen tiempo para mencionarlas.
¿Y si la próxima vez que alguien te ofrezca revolucionar tu negocio en seis semanas le preguntaras simplemente: "¿Dónde están las cicatrices de tu aprendizaje?"
Porque el humo no tiene cicatrices. Las personas reales, sí.
El caso de Anas y UDIA que destapa El País, junto a las reflexiones de Miguel Ángel Díez Ferreira, no son solo historias. Son espejos donde podemos ver nuestras propias vulnerabilidades frente a las promesas de atajos. Y quizás ahí está la verdadera lección.
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