Después de años usando IA en el trabajo diario, una cosa quedó clara: no se trata de la tecnología.
Se trata de nosotros.
La IA generativa se cuela en nuestras rutinas como el café: sin darnos cuenta, ya no podemos funcionar sin ella. No porque sea más espectacular que otras tecnologías, sino porque es más silenciosa. Se integra sin ceremonia, sin grandes anuncios.
Y eso nos enseña algo importante.
La verdadera adopción tecnológica no ocurre en las conferencias ni en los titulares. Ocurre cuando dejamos de pensar en la herramienta y empezamos a pensar con ella. Cuando el prompt perfecto importa menos que entender qué problema estamos resolviendo.
Mientras más usamos IA, más cuenta nos damos de que seguimos siendo nosotros quienes hacemos el trabajo pesado. La IA no piensa por nosotros. Amplifica nuestro pensamiento.
Si le damos contexto pobre, nos devuelve mediocridad amplificada. Si llegamos con ideas confusas, nos ayuda a confundirnos más rápido. Si no sabemos qué queremos, la IA tampoco lo sabrá.
Y hay algo más. La IA que usamos hoy es la peor que vamos a usar jamás. Con velocidad exponencial, lo que no funciona hoy funcionará en días. Es cuestión de volver a intentarlo.
La IA generativa nos está enseñando algo que quizás no queríamos aprender: que la calidad de nuestras preguntas siempre fue más importante que la sofisticación de nuestras respuestas.
Que comunicar claramente lo que necesitamos no es una habilidad técnica. Es la habilidad.
Y que tal vez, después de todo, la IA no nos está reemplazando. Nos está mostrando quiénes somos cuando las excusas se agotan.
¿Estamos listos para esa conversación?