Cuando algo sale mal con Excel, podemos encontrar el error. Hay una línea de código específica, un comando mal escrito, una fórmula incorrecta. El software tradicional es predecible porque está construido, no entrenado.
Pero la inteligencia artificial funciona diferente. Cuando ChatGPT da una respuesta extraña o cuando un sistema de reconocimiento facial comete un error, no hay una línea 1,247 que podamos señalar como culpable. Hay millones de conexiones neurales que aprendieron de billones de ejemplos, cada una susurrando su pequeña contribución al resultado final.
Es la diferencia entre construir una casa y estudiar la biología. La casa la diseñas habitación por habitación, sabes dónde va cada ladrillo. Pero en biología observas patrones emergentes que surgen de millones de interacciones. Los científicos de Anthropic lo confirmaron: los modelos de lenguaje se parecen más a organismos vivos esculpidos por la evolución que a software tradicional construido línea por línea.
Los programadores que insisten en que la AI es solo software complejo están perdiendo el punto. Es como decir que un jardín es solo semillas organizadas. Técnicamente cierto, pero fundamentalmente equivocado.
Esta distinción cambia todo: cómo la regulamos, cómo la auditamos, cómo vivimos con sus decisiones. Las reglas que funcionan para el software tradicional simplemente no aplican aquí.
Las organizaciones necesitan predictibilidad, pero la AI ofrece capacidad. Funciona bien en tareas donde podemos tolerar un error ocasional a cambio de velocidad y escala. Análisis de datos estructurados, automatización de procesos repetitivos, clasificación de documentos. También funciona donde queremos exactamente esa impredecibilidad creativa que no sabemos cómo programar: borradores de contenido, lluvia de ideas, simulación de escenarios futuros.
Podemos elegir qué tipo de herramientas adoptamos.
Si queremos los beneficios de la AI, tendremos que renunciar a la ilusión del control total.
No hay vuelta atrás, es parte del trato.