Me tomó un semáforo en rojo y tres carros intentando imponerse en mi carril para entender que el vendedor de humo de IA que acababa de escuchar y el conductor del SUV negro tenían algo en común: ambos creían que las reglas eran para los demás.
Y entonces lo vi claro: no son fenómenos aislados.
Hay algo fascinante en cómo un pedazo de metal de dos toneladas puede transformar a una persona perfectamente razonable en un pequeño dictador de asfalto. No es tan diferente del emprendedor que, armado con un PowerPoint y términos como "IA" y "automatización", se convierte en un pequeño vendedor de ilusiones.
No es el tamaño del vehículo ni la complejidad de la presentación lo que importa, sino el tamaño de la ilusión. La ilusión de que las reglas son para los otros, de que la prisa propia vale más que la seguridad colectiva, de que el espacio público - sea una calle o el mercado - es una jungla donde el más grande (o el más astuto) gana.
Hemos construido un mundo donde la cooperación se ve como debilidad y la nobleza como ingenuidad. Donde el "vivo" prospera a costa del "bobo" que respeta las normas. Es una extraña inversión de valores donde la evolución no la marca nuestra capacidad de cooperar, sino nuestra habilidad para sacar ventaja.
Las motos zigzagueando entre carriles, los vendedores de espejismos digitales, los que van en contravía "solo un momentito" - todos son síntomas de algo más profundo: la creencia de que las normas son sugerencias y la convivencia es opcional.
Celebramos a los Theranos y Silicon Valley Bros mientras miramos con desdén al empresario local que construye valor real, ladrillo a ladrillo, línea de código a línea de código, cliente real a cliente real. Es otra forma de la "viveza" que tanto admiramos en las calles. El emprendedor que "hackea" el sistema no es tan diferente del conductor que "hackea" el tráfico creando su propio carril. Ambos venden la idea de que las reglas son para los mediocres.
Nos indignamos cuando un gobernante desvía millones a sus bolsillos, pero celebramos nuestras pequeñas corrupciones diarias. Desconfiamos del panadero que sube 100 pesos al pan, pero creemos ciegamente en quien promete multiplicar inversiones por mil usando términos que apenas comprendemos.
¿Qué pasaría si empezáramos a ver cada norma, cada fila, cada proceso honesto no como un obstáculo a superar, sino como una oportunidad para evolucionar como especie? Quizás la verdadera medida de nuestra humanidad no está en quién llega primero o quién vende mejor el humo, sino en cuántos llegamos juntos y cuánto valor real creamos en el camino.