“Mi GPT está perfectamente entrenado”, te dice. “Mira qué natural suena mi contenido.”
Y es verdad. Suena increíblemente humano.
Porque lo es.
Detrás del supuesto algoritmo hay una persona. Con café, con dudas, con dedos sobre el teclado. Un escritor fantasma real haciendo el trabajo que una inteligencia artificial imaginaria se lleva el crédito.
Los escritores fantasmas siempre han existido. Hasta tienen su propia serie en Netflix: ”El mejor infarto de mi vida”, basada en el libro de Hernán Casciari. Antes de los LLMs (Large Language Model - modelo extenso de lenguaje), estos servicios eran comunes y nadie los ocultaba detrás de historias de tecnología.
El problema no es tener un escritor fantasma.
El problema es la mentira sobre la mentira.
Porque no se trata solo de ocultar al escritor. Se trata de fabricar una historia más impresionante sobre nosotros mismos. “Domino la IA” suena mejor que “contraté a alguien talentoso”. “Tengo un sistema complejo” vende más que “confío en una persona capaz”.
Hemos decidido que la tecnología nos hace lucir más inteligentes que la colaboración humana.
Y eso dice algo incómodo sobre nosotros.
Preferimos el crédito por programar un bot inexistente que el mérito de saber elegir y trabajar con buenos colaboradores. Como si admitir que dependemos de otros nos hiciera menos.
Todos sabemos que detrás de cada gran trabajo hay personas. Siempre las hubo. La diferencia es que antes no necesitábamos mentir sobre quiénes eran.
Los mejores líderes no ocultan sus equipos detrás de sistemas. Los celebran.
Los mejores creadores no inventan complejas infraestructuras para explicar su trabajo. Reconocen sus fuentes.
Porque la verdadera sofisticación no está en qué tan elaborada es tu historia. Está en no necesitar una.
¿Qué estamos ocultando realmente cuando preferimos atribuir nuestro trabajo a algoritmos en lugar de a las personas que confían en nosotros?