Pero no previó LinkedIn.
Ayer abrí mi feed y vi a un emprendedor enviando a sus seguidores a atacar a alguien que había criticado una herramienta. Sin mencionar nombres. Sin contexto real. Solo un usuario decepcionado compartiendo su experiencia.
En los comentarios, alguien preguntó: “¿Y por qué no usaste esta?”
“Esa fue la que usé”, respondió.
Mientras tanto, el emprendedor “ofendido” ya había movilizado a su ejército digital. No para mejorar su producto. No para entender qué salió mal. Sino para aplastar la voz de un cliente insatisfecho.
Dos posts más abajo, alguien más hacía screenshot de una opinión ajena para destrozarla públicamente. Más engagement. Más alcance. Más miradas.
Y aquí está el problema.
Hemos confundido visibilidad con reputación. Alcance con respeto. Ruido con relevancia.
El growth hacking solía ser sobre creatividad. Sobre encontrar formas inteligentes de conectar con personas que realmente necesitan lo que ofreces. Sobre valor, no sobre violencia.
Ahora es un deporte de contacto donde el contacto es el producto.
Porque resulta que manufacturar confrontación es más fácil que fabricar valor. Movilizar tribus es más rápido que construir comunidades. Y destruir es siempre más espectacular que crear.
Pero aquí está lo que olvidamos: la atención que obtienes de una pelea no es la atención que construye confianza. Los seguidores que conquistas atacando a otros no son leales a ti, son adictos al drama. Y el algoritmo que premia la confrontación hoy, te olvidará mañana.
Warhol tenía razón sobre los 15 minutos.
Lo que no dijo es que puedes elegir cómo los usas.
¿Vas a usar los tuyos construyendo algo que importe o alimentando peleas que nadie recordará?
Porque la verdad incómoda es esta: cuando la única forma de crecer es a costa de otros, no estás creciendo.
Estás cavando.